A lo largo de toda la Costa Sur del Cabo de la Ira había desmoronadas atalayas de piedra, alzadas en tiempos pasados para avisar de los asaltantes dornienses que cruzaban el Mar Angosto. Los pueblos habían crecido alrededor de las torres. Algunos pocos se habían convertido en ciudades. El Peregrino había hecho puerto en una de ellas, Torrellorosa, donde el cuerpo del Joven Dragón había reposado tres días en su viaje de vuelta desde Dorne. Los estandartes que ondeaban en las vigorosas murallas de madera mostraban aún el león y el astado del rey Tommen, sugiriendo que allí al menos seguía dominando el mandato del Trono de Hierro.

—Guardad vuestras lenguas —avisó Arianne a su compañía cuando desembarcaban—. Sería mejor si Desembarco del Rey nunca supiera que pasamos por aquí —si la rebelión de Lord Connington era erradicada, les vendría mal que se supiera que Doran le había enviado a ella a tratar con él y con su pretendiente. Esa era otra de las lecciones que su padre se había esforzado en enseñarle. «Elige con cuidado tu bando y solo si tienes opción de ganar», le había dicho.

Torrellorosa era lo suficientemente grande como para que no tuvieran problemas en comprar caballos, aunque el coste era cinco veces mayor de lo que había sido hace un año.

—Son viejos pero buenos —dijo el vendedor—. Y no vais a encontrar otros mejores a este lado de Bastión de Tormentas. Los hombres del Grifo capturan cada caballo y mula que se encuentran. Bueyes también. Algunos hacen una marca en un papel si les pides que te paguen. Pero otros te abrirían el estómago y te pagarían con un puñado de tus propias tripas. Si os acercáis a alguno de ellos, guardad la lengua; guardad la lengua y entregad vuestros caballos.

La ciudad era lo suficientemente grande como para albergar tres posadas y en todas sus salas comunes abundaban los rumores. Arianne mandó hombres a cada una de ellas para escuchar lo que se decía. En El Escudo Roto, a Daemon Arena le dijeron que el gran septo en Mitad de Hombres había sido quemado y saqueado por asaltantes que vinieron del mar, y un centenar de jóvenes novicias de la Casa Madre en la Isla de la Doncella habían sido hechas esclavas. En El Telar, Joss Hood habría descubierto que medio centenar de hombres y chicos de Torrellorosa había marchado al norte a unirse a Jon Connington en Nido del Grifo, incluyendo el joven Ser Addam, el hijo y heredero del anciano Lord Whitehead. Pero en el bien denominado El Dorniense Borracho, Plumas escuchó a algunos hombres musitar que el Grifo había matado al hermano de Ronnet el Rojo y violado a su hermana que aún era doncella. Se decía que el mismo Ronnet estaba marchando al sur a vengar la muerte de su hermano y la deshonra de su hermana. Esa noche, Arianne mandó el primero de sus cuervos a Dorne, informando a su padre de lo que había visto y oído.

La siguiente mañana la compañía se dirigió a Niebla cuando los primeros rayos del sol naciente pasaban a través de los picudos techos y los retorcidos callejones de Torrellorosa. Una ligera lluvia empezó a caer a media mañana, mientras se dirigían al norte a través de tierras de verdes campos y pequeñas aldeas. Hasta ese momento no habían visto signos de lucha, pero todos los demás viajeros parecían ir en dirección contraria y todas las mujeres en las villas los miraban con ojos inexpresivos y mantenían a sus hijos cerca. Más al norte, los campos daban paso a colinas rodantes y espesas arboledas de viejos bosques. El camino se convirtió en sendero y los pueblos se volvieron menos comunes.

El crepúsculo les encontró en los márgenes de La Selva, un mundo verde y mojado donde arroyos y ríos marchaban a través de árboles oscuros y la tierra estaba hecha de barro y hojas podridas. Grandes sauces crecían a lo largo de las márgenes del río, más grandes que cualquier otro que Arianne hubiera visto, con sus grandes troncos tan nudosos y retorcidos como el rostro de un anciano, engalanados con barbas de musgo plateado. Los árboles se mantenían cercanos tapando casi por completo el sol. Abetos y cedros rojos, robles blancos, pinos soldados que se mantenían tan altos y rectos como torres, colosales centinelas, arces de grandes hojas, secuoyas e, incluso, un arciano salvaje por aquí o por allá. Bajo sus enredadas ramas y flores crecían en abundancia helechos espada, helechos dama, cordones de gaitero, estrellas de la tarde y besos envenenados, hierba de hígado, hierba de pulmón, antocerotes… Los hongos, que como manos pálidas y moteadas capturaban la lluvia, brotaban bajo las raíces de los árboles y también de sus troncos. Otros árboles estaban forrados de musgo verde, gris o rojizo y uno de brillante morado. Los líquenes cubrían cada roca y piedra y los renacuajos se alimentaban bajo maderas podridas. El propio aire parecía verde.

Arianne había oído una vez a su padre y al maestre Kelion discutir con un septón por qué los lados sur y norte del Mar de Dorne eran tan distintos. El septón pensaba que era porque Durran Pesardedioses, el primer Rey Tormenta, había secuestrado a la hija del Dios del Mar y la Diosa del Viento y ganado su eterna enemistad. El príncipe Doran y el maestre se inclinaban más hacia el viento y el agua y cómo las grandes tormentas que se formaban en el Mar del Verano llevaban semillas y humedad al norte hasta llegar al Cabo de la Ira. «Por alguna razón, las tormentas nunca parecían golpear a Dorne», recordaba oír a su padre decir. «Sé la razón —había respondido el septón—. Ningún dorniense secuestró jamás a la hija de dos dioses».

Arianne Vientos de Invierno

La Selva, ilustración por Paolo Puggioni

La marcha era mucho más lenta aquí de lo que había sido en Dorne. En lugar de caminos, cabalgaron a través de curvas y recodos que se cruzaban por aquí y por allá, a través de grietas en rocas cubiertas de musgo y descendiendo por desfiladeros llenos de zarzamoras. Algunas veces el sendero desaparecía totalmente hundiéndose en la niebla o desapareciendo entre los helechos, dejando a Arianne y sus acompañantes a su suerte para encontrar un camino entre los árboles mudos. La lluvia seguía cayendo, fiel y firme. El sonido de la humedad deslizándose a través de las hojas les rodeadaba y en cada milla se hacía oír el caer de otra pequeña cascada. El bosque también estaba lleno de cuevas. La primera noche se refugiaron en una de ellas para protegerse del agua.

En Dorne habían viajado con frecuencia en la oscuridad cuando la luz de la luna convertía las ráfagas de arena en plata, pero La Selva estaba demasiado llena de pantanos, barrancos y agujeros bajo los árboles cuando de la luna solo quedaba el recuerdo. Plumas hizo un fuego y cocinó un puñado de liebres que ser Garibald había capturado con algunos ajos salvajes y setas que había encontrado en el camino. Después de comer, Elia Arena convirtió un palo y musgo seco en una antorcha y se fue a explorar lo más profundo de la cueva.

—No vayas demasiado lejos —le dijo Arianne—, algunas de esas cuevas llegan muy profundo. Es fácil perderse.

La princesa perdió otro juego de sitrang contra Daemon Arena, ganó uno a Joss Hood y se retiró cuando los dos empezaron a enseñar las reglas a Jayne Ladybright. Estaba cansada de esos juegos.

«Nym y Tyene podrían haber alcanzado ya Desembarco del Rey —musitó mientras se sentaba con las piernas cruzadas en la boca de la cueva para ver caer la lluvia—. Si no, llegarían pronto». Trescientas lanzas veteranas habían ido con ellas por el Sendahueso, sobrepasando las ruinas de Refugio Estival, directas al Camino Real. Si los Lannister habían intentado desarrollar su pequeña trampa en el bosque real, Lady Nym haría que terminara en desastre. Ningún asesino del bosque habría encontrado su presa. El príncipe Trystane había permanecido a salvo en Lanza del Sol tras una despedida llena de lágrimas de la princesa Myrcella.

«Eso vale para un hermano —pensó Arianne—, pero ¿dónde está Quentyn? No con el Grifo». ¿Se habría casado con un reina dragón? «Rey Quentyn», le seguía sonando estúpido. Esta nueva Daenerys Targaryen era mas joven que Arianne por media docena de años. Qué querría una doncella de su edad de su aburrido y chupatintas hermano. Las chicas jóvenes soñaban con rampantes caballeros con pícaras sonrisas y no con chicos solemnes que siempre hacían su deber. Ella, aún así, seguía queriendo Dorne. Si esperaba sentarse en el Trono de Hierro, debía tener Lanza del Sol. Si Quentyn era el precio por ello, esta reina dragón lo pagaría. ¿Y qué pasaría si ella no estaba con Quentyn en Nido del Grifo junto a Connington y todo esta historia sobre otro Targaryen no era más que una sutil farsa? Su hermano bien podría estar con él. «Rey Quentyn, ¿me debo arrodillar ante él? Ah, ningún bien viene de preguntarse acerca de ello». Quentyn sería rey o no lo sería. Rezó para que Daenerys lo tratara mejor de lo que ella trataba a su hermano.

Era hora de dormir. Tenía un largo camino que cabalgar mañana. Arianne se dio cuenta de que Elia Arena no había vuelto de sus exploraciones cuando ya se estaba acomodando. Sus hermanas la matarían de siete maneras distintas si algo le pasaba. Lady Jayne Ladybrugh juró que la chica nunca había dejado la cueva mientras ella estaba en algún sitio rondando por la oscuridad. Cuando los gritos no la trajeron de vuelta, no había otra opción más que encender antorchas e ir en su búsqueda. La cueva demostró ser mucho más profunda de lo que cualquiera habría sospechado. Más allá de la boca de piedra donde su compañía había acampado y guardado los caballos, una serie de retorcidos pasajes conducían más y más abajo mientras negros agujeros se asomaban a cada lado. Más dentro aún los muros se abrían de nuevo y los buscadores se encontraron en una vasta caverna de caliza, más grande que el gran salón de un castillo. Sus gritos turbaron a un nido de murciélagos que aletearon sobre ellos ruidosamente, pero sus voces solo devolvieron distantes ecos. Un pequeño circuito en el salón reveló tres pequeños pasajes, uno tan pequeño que les requeriría ir de rodillas.

—Probaremos los otros primero —dijo la princesa—. Dameon vendrá conmigo. Geribald, Joss, probad el otro.

El pasaje que escogió Arianne se volvió empinado y mojado a los cien pies, pero ella podía ver la antorcha de ser Daemon más adelante y llamar a Elia, así que siguió adelante. Y así se encontraron en otra caverna, cinco veces más grande que la anterior, rodeados de un bosque de columnas de piedra. Daemon Arena se movió a su lado y alzó la antorcha.

—Mira como le han dado forma las piedras. Esas columnas, en aquel muro. ¿Las ves?

—Caras —dijo Arianne. Tantos ojos tristes, mirando—. Este lugar perteneció a los Hijos del Bosque. Hace un millar de años —Arianne giró la cabeza—. Escucha, ¿es ese Joss?

Lo era. Los otros buscadores habían encontrado a Elia y ella y Daemon se enteraron mientras volvían por la resbaladiza pendiente hasta el último agujero. Su pasaje les llevó a una tranquila y negra poza donde descubrieron a la chica metida hasta la cintura en el agua, capturando peces ciegos y blancos con sus manos desnudas, con su antorcha ardiendo roja y ardiente donde la había plantado.

—¡Podrías haber muerto! —le dijo Arianne cuando oyó su historia. Cogió a Elia del brazo y la sacudió—. Si esa antorcha se hubiera apagado te habrías quedado sola en la oscuridad, como si estuvieras ciega. ¿Qué crees que estabas haciendo?

—He cogido dos peces —dijo Elia Arena.
—¡Podrías haber muerto! —dijo Arianne de nuevo. Las palabras hicieron eco en los muros de la cueva: «Muerto…muerto…muerto».

Más tarde, cuando volvieron hacia la superficie y la ira se enfrió, la princesa cogió a la chica y se sentó con ella.

Elia Arena, ilustración por The Mico

—Elia, esto debe terminar —le dijo—. Ya no estamos en Dorne, ni estamos con tus hermanas. Esto no es un juego. Quiero que me des tu palabra de que vas a portarte como una sirvienta hasta que estemos de vuelta a salvo en Lanza del Sol. Te quiero dócil, dulce y obediente. Tienes que guardar la lengua. Nada más de hablar de Lady Lanza o de justas. No menciones a tu padre o tus hermanas. Los hombres con los que debo tratar son mercenarios. Hoy sirven al hombre que se hace llamar Jon Connington, pero mañana podrían igual de fácilmente servir a los Lannister. Todo lo necesario para ganar el corazón de un mercenario es el oro y en Roca Casterly no les falta. Si el hombre equivocado descubriera quién eres, podrías ser tomada como rehén para ser rescatada.
—No —le cortó Elia—, tú eres por la que pedirían rescate, tú eres la heredera de Dorne. Yo soy solo una chica bastarda. Tu padre daría un cofre de oro por ti. Mi padre está muerto.
—Muerto, pero no olvidado —dijo Arianne, que se había pasado la mitad de su vida deseando que el príncipe Oberyn hubiera sido su padre—. Tú eres una Serpiente de Arena y el príncipe Doran pagará cualquier precio para mantener a ti y a tus hermanas lejos de cualquier daño —eso al menos hizo a la chica sonreír—. ¿Tengo tu palabra o debo enviarte de vuelta?
—Lo juro —Elia no sonaba contenta.
—Por los huesos de tu padre.
—Por los huesos de mi padre.

«Ese voto se mantendrá —consideró Arianne. Besó a su prima en ambas mejillas y la mandó a dormir—. Quizá salga algo bueno de este desencuentro».

—Nunca supe lo salvaje que era hasta ahora —se quejó Arianne a Daemon Arena después—. ¿Por qué mi padre la mandaría conmigo?
—¿Venganza? —sugirió el caballero.

Alcanzaron Niebla en la tarde del tercer día. Ser Daemon mandó adelante a Joss Hood como explorador para que descubriera quién mantenía el castillo en ese momento.

—Veinte hombres caminan las murallas, quizá más —informó a su vuelta—. Muchos carros y armas. Vienen muy cargados y salen vacíos. Guardias en cada puerta.
—¿Estandartes? —dijo Arianne.
—Dorados. En la puerta y el fuerte.
—¿Qué símbolo portan?
—Ninguno que pueda ver.

No había viento. Los estandartes colgaban débiles de los mástiles. Era un fastidio. Los estandartes de la Compañía Dorada eran de oro, sin armas ni ornamentos, pero los estandartes de la Casa Baratheon eran también dorados, aunque estos mostraban el astado coronado de Bastión de Tormentas. Estandartes dorados sin hondear podrían ser cualquiera de las dos.

—¿Había otros estandartes? ¿Plateados?
—Los únicos que vi eran dorados, princesa.

Ella asintió.

Niebla era el asiento de la Casa Mertyns, cuyas armas mostraban un gran búho blanco y gris. Si sus estandartes no ondeaban, lo más probable es que el rumor fuera cierto: el castillo habría caído en manos de Jon Connignton y sus mercenarios.

—Debemos correr el riesgo —dijo a sus acompañantes. La cautela de su padre había servido bien a Dorne, y Arianne había llegado a aceptarlo, pero este era un momento para la valentía de su tío—. Hacia el castillo.
—¿Debemos desenvolver nuestro estandarte? —preguntó Joss Hood.
—Todavía no —dijo Arianne. En la mayoría de lugares, le venía bien jugar a ser princesa, pero había algunos donde no.

A media milla de las puertas del castillo, tres hombres en chaquetas de cuero con tachones y yelmos de acero salieron de los árboles a bloquearles el paso. Dos de ellos portaban ballestas, cargadas y apuntándoles.

—¿Adónde os dirigís, queridos? —preguntó uno.
—A Niebla, a ver a tu señor —respondió Daemon Arena.
—Buena respuesta —dijo uno que sonreía—, venid con nosotros.

Arianne Vientos de Invierno

Cadenas, ilustración por The Mico

Los nuevos señores de los mercenarios de Niebla se hacían llamar Joven John Mudd y Cadenas; ambos caballeros, según decían. Ninguno se comportaba como ningún caballero que Arianne jamás hubiera conocido. Mudd iba de marrón de la cabeza a los pies, del mismo tono que su piel, pero un par de monedas de oro colgaban de sus orejas. Por lo que sabía, los Mudd habían sido reyes del Tridente hacía un millar de años, pero no había nada regio en este, ni era particularmente joven. Su padre también había servido en la Compañía Dorada, pero él había sido conocido como Viejo John Mudd. Cadenas era la mitad de alto que Mudd y un par de cadenas herrumbrosas cruzaban su pecho desde la cintura hasta los hombros. Mientras que Mudd llevaba espada y daga, Cadenas no llevaba armas sino cinco pies de eslabones de hierro, el doble de gruesos y pesados que los que llevada cruzados en el pecho. Los portaba como si fuera un látigo. Eran hombres duros, bruscos y brutos, malhablados, con cicatrices y caras curtidas que hablaban de un largo servicio en las Compañías Libres.

—Sargentos —ser Daemon Arena susurró cuando les vio—. He oído hablar antes de su calaña.

Una vez que Arianne dio a conocer su nombre y propósito, los dos sargentos probaron ser los suficientemente hospitalarios.

—Permaneceréis aquí esta noche —dijo Mudd—. Hay camas para todos vosotros. Por la mañana tendréis caballos frescos y cualquier provisión que necesitéis. El maestre de su señora puede enviar un cuervo a Nido del Grifo para hacerles saber a ellos que van hacia allí.
—¿Y quiénes son ellos? —dijo Arianne—. ¿Lord Connington?

Los mercenarios intercambiaron una mirada.

—El Mediomaestre —dijo John Mudd—, es él al que encontraréis en el Nido.
—El Grifo se está marchando —dijo Cadenas.
—¿Hacia dónde? —preguntó Daemon.
—No nos corresponde decirlo —dijo Mudd—. Cadenas, mantén la boca cerrada.

Cadenas asintió.

—Ella es Dorne, ¿por qué no debería saberlo? ¿Vienes a unirte a nosotros, no?

«Tiene que determinarse aún», pensó Arianne Martell. Pero era mejor no presionar la materia.

Por la noche fue servida una elegante cena en el solar, en lo alto de la Torre de los Búhos, en la cual se les unieron la viuda Lady Mertyns y su maestre. Aunque cautivos en su propio castillo, la anciana mujer parecía vivaz y alegre.

—Mis hijos y nietos marcharon cuando Lord Renly llamó a sus banderizos —dijo a la princesa y su grupo—. No les he visto desde entonces, pero de vez en cuando mandan un cuervo. Uno de mis nietos fue herido en el Aguasnegras, pero se recuperó rápido. Espero que vuelvan pronto con suficientes hombres como para colgar a este puñado de ladrones —señaló a Mudd y Cadenas al otro lado de la mesa.
—No somos ladrones —dijo Mudd—, somos forrajeadores.
—¿Comprasteis toda esa comida que está en el patio?
—La forrajeamos —dijo Mudd—. Tu gente puede hacer crecer más. Servimos al rey legítimo, vieja bruja —parecían estar disfrutando esto—. Debería aprender a hablar más cortésmente a unos caballeros.
—Si vosotros sois caballeros, yo soy aún una doncella… —dijo Lady Mertens— y hablaré como guste. ¿Qué vais a hacer, matarme? Ya he vivido demasiado.
—¿Habéis sido bien tratada, mi señora? —quiso saber la princesa Arianne.
—No he sido violada, si es lo que preguntáis —dijo la anciana—, pero algunas de las sirvientes no han tenido tanta fortuna. Casadas o solteras, los hombres no hacen distinción.
—Nadie ha estado cometiendo violaciones —dijo el Joven John Mudd—. Connington no lo permitiría. Estamos siguiendo órdenes.

Cadenas asintió.

—Alguna mujer fue persuadida, puede ser.
—Ah, de la misma manera que nuestros campesinos fueron persuadidos para dar sus cosechas. Melones o virginidades, os da igual a los de vuestra calaña. Si lo queréis, lo tomáis —Lady Mertyns se giró hacia Arianne—. Si veis a este Lord Connington, decidle que conocí a su madre y que ella estaría avergonzada.

«Quizá lo haga», pensó la princesa.

Esa noche, mandó un segundo cuervo a su padre. Arianne estaba volviendo a su cuarto cuando oyó una risa amortiguada en la habitación adjunta. Se paró y escuchó un momento, y entonces abrió la puerta para ver a a Elia Arena doblada en el asiento de la ventana, besando a Plumas. Cuando Plumas vio a la princesa ante él, dio un salto y empezó a tartamudear. Ambos aún tenían las ropas puestas. Arianne se consoló con ello mientras le dirigió al hombre una mirada afilada y un «vete de aquí». Entonces se giró hacia Elia.

—Tiene el doble de tu edad. Un sirviente. Limpia la mierda de los pájaros para el maestre. Elia, ¿en qué estabas pensando?.
—Solo nos estábamos besando. No me voy a casar con él —Elia cruzó los brazos desafiantemente bajo sus pechos —¿Crees que nunca he besado a un chico antes?
—Plumas es un hombre. Un sirviente, pero aún así un hombre —a la princesa no se le escapó que Elia tenía la misma edad que ella tuvo cuando entregó su virginidad a Daemon Arena.—No soy tu madre, besa a todos los chicos que quieras cuando vuelvas a Dorne. Pero ¿aquí y ahora? No es lugar para besos, Elia. «Dócil, dulce y obediente», dijiste. ¿Debo añadir casta a la lista también? Lo juraste por los huesos de tu padre.
—Lo recuerdo —dijo Elia, sonando disciplinada—. Dócil, dulce y obediente. No le besaré de nuevo.

El camino más corto desde Niebla a Nido del Grifo era a través de la parte verde y húmeda de la Selva. Era una marcha lenta en el mejor de los casos. A Arianne y sus compañeros les tomó la mayor parte de ocho días. Viajaron con la música de firmes latigazos de agua que caían sobre las copas de los árboles, aunque se mantuvieron sorprendentemente secos bajo el verde y enorme dosel que formaban. Cadenas les acompañó los primeros cuatro días de su viaje al norte con una larga línea de carros y diez de sus hombres. Lejos de Mudd demostró ser más accesible y Arianne fue capaz de embaucarle para que le contase su vida. Su mayor orgullo fue el de un tatarabuelo que luchó por el Dragón Negro en el Prado de Hierbarroja y cruzó el Mar Angosto con Aceroamargo. El mismo Cadenas había nacido dentro dentro de la compañía, engendrado por una prostituta de campamento y un padre mercenario. Aunque había sido educado para hablar en la lengua común y se consideraba un ponienti, jamás había puesto un pie en ningún lugar de los Siete Reinos hasta ahora. «Una historia triste y familiar», pensó Arianne. Su vida entera era una larga lista de lugares donde había luchado, de enemigos a los que se había enfrentado y matado, de heridas que había recibido. La princesa le dejaba hablar, de cuando en cuando otorgándole una risa o pregunta, pretendiendo estar fascinada. Descubrió más de lo que jamás necesitaría saber sobre la habilidad de Mudd con los dados, sobre Dos Espadas y su gusto por las pelirrojas, sobre la vez que alguien se escapó con el elefante favorito de Harry Strickland, sobre Gatito y su gato de la suerte y sobre otras hazañas y proezas de los hombres de la Compañía Dorada.

—Cuando tengamos Bastión de Tormentas —se le escapó a Cadenas en el cuarto día, en un descuido.

La princesa dejó pasar eso sin comentarlo, aunque pensó en elló detenidamente. «¿Bastión de Tormentas? Este Grifo es bien valiente, o eso parece. O es un loco». El asiento de la Casa Baratheon por tres siglos y el antiguo de los Reyes de las Tormentas durante miles de años antes. Bastión de Tormentas, se decía, era inexpugnable. Arianne había oído a los hombres discutir sobre cual era el castillo más fuerte del reino. Algunos decían Roca Casterly, otros el Nido de Águilas de los Arryn, algunos Invernalia en el helado Norte. Pero Bastión de Tormentas era siempre mencionado también. La leyenda decía que fue alzado por Brandon el Constructor para resistir la furia de un dios contrariado. Sus muros cortina eran los más altos y fuertes de los Siete Reinos, de cuarenta pies de grosor. Su poderosa y sin ventanas Torre Tambor medía poco menos de la mitad del Faro de Antigua, pero se asentaba en lugar de alzarse con muros tres veces más anchos que los que se encontraban en Antigua. Ninguna torre de asedio había sido lo suficientemente alta como para alcanzar las almenas de Bastión de Tormentas, ni ninguna mangana o catapulta había podido acabar con sus masivos muros. «¿Pensará Connington en montar un asedio?», se preguntó. ¿Cuántos hombres tendría? Mucho antes de que cayera el castillo, los Lannister mandarían un ejército para acabar cualquier asedio, así que eso tampoco sería posible.

Esa noche, cuando le contó a ser Daemon lo que Cadenas le había dicho, el Bastardo de Bondadivina parecía tan perplejo como ella.

—Bastión de Tormentas estaba en posesión de Lord Stannis la última vez que oí sobre él. Pienso que Connington haría mejor haciendo causa común con un rebelde, en lugar de enfrentarse también a él.
—Stannis está demasiado lejos como para serle de ayuda —musitó Arianne.
—Capturar unos pocos castillos menores mientras los lores y sus guarniciones están fuera es una cosa. Pero si Lord Connignton y su dragón mascota pueden tomar una de las más grandes fortalezas del reino… el reino tendría que tomarles en serio —sentenció ser Daemon— y algunos de los que no quieren a los Lannister podrían unirse bajo su bandera.

Esa noche, Arianne escribió otra pequeña nota a su padre y Plumas la mandó con su tercer cuervo.

Joven John Mudd también había estado mandado pájaros, al parecer. Cerca del crepúsculo del cuarto día, no mucho después de que Cadenas y sus carros les hubieran dejado, la compañía de Arianne se encontró con una columna de mercenarios que descendían desde Nido del Grifo liderados por la más exótica criatura que la princesa jamás había visto, con uñas pintadas y gemas brillando en sus orejas.

—Tengo el honor de ser los ojos y los oídos de la Compañía Dorada, princesa —dijo Lysono Mar, quien hablaba muy bien la lengua común.
—Pareces… —ella dudó.
—¿Una mujer? —Se rió—. ¿No lo soy?
—Un Targaryen —insistió Arianne. Sus ojos eran de color lila pálido, su pelo una cascada de blanco y dorado. Al mismo tiempo, algo suyo le hacía temblar. «¿Era así como lucía Viserys?», se encontró preguntándose a si misma. «Si es así, quizá sea bueno que haya muerto».
—Me halagáis. Se dice que las mujeres de la Casa Targaryen que no tienen igual en el mundo.
—¿Y los hombres?
—Oh, aún más bellos. Aunque para decir la verdad, solo he visto a uno —Maar tomó su mano y la beso ligeramente en la muñeca—. Niebla mandó una carta sobre tu llegada, dulce princesa. Estaremos honrados de escoltaros al Nido, pero me temo que habéis perdido la ocasión de ver a Lord Connington y a nuestro joven príncipe.

—¿A la guerra? ¿A Bastión de Tormentas?
—Hmm, puede ser.

Arianne Vientos de Invierno_Lysono_Maar

Lysono Maar, ilustración por Mark Bulahao

El lyseno era un tipo de hombre muy diferente a Cadenas. «No dejaría que nada se le escapara», se dio cuenta tras un par de horas en su compañía. Maar tenía mucha labia, pero había perfeccionado el arte de hablar mucho sin decir nada. En cuanto a los jinetes que vinieron con él, habían estado mudos hasta donde sus compañeros habían podido sacar. Así que Arianne decidió confrontarle directamente.

En la tarde del quinto día al salir de Niebla, mientras acampaban cerca de las ruinas caídas de una antigua torre ocupada por plantas y musgo, se plantó ante él.

—¿Es cierto que tenéis elefantes con vosotros?
—Unos pocos —dijo Lysono Maar con una sonrisa y encogiendo los hombros.
—¿Y dragones? ¿Cuántos dragones tenéis?
—Uno.
—¿Quieres decir el chico?
—El príncipe Aegon es un hombre, princesa. ¿Puede volar? ¿Respirar fuego? —El lyseno se rió, pero sus ojos lilas se mantenían fríos.
—¿Jugáis al sitrang, mi señor? —Preguntó Arianne—. Mi padre me ha estado enseñando. Debo confesar que no soy muy habilidosa, pero sé que el dragón es más fuerte que el elefante. La Compañía Dorada fue fundada por un dragón, Aceroamargo era medio dragón y enteramente bastardo. No soy un maestre pero sé algo de historia. Seguís siendo mercenarios.
—Si le place —dijo Maar, todo cortesía—, preferimos llamarnos una hermandad libre de exiliados.
—Como queráis. Como hermanos libres vuestra compañía está por encima del resto, lo aseguro. Pero la Compañía Dorada ha sido derrotada cada vez que ha cruzado hasta Poniente. Perdieron cuando Aceroamargo la comandaba, fallaron a los pretendientes Fuegoscuro y cayeron cuando Maelys el Monstruoso la lideraba.
—Al menos —el comentario pareció divertirle—, debes admitir que somos persistentes. Y algunas de esas derrotas fueron por muy poco.
—O no. Y aquellos que mueren por poco están igual de muertos que los que mueren por mucho. El príncipe Doran, mi padre, es un hombre sabio y solo lucha las guerras que puede ganar. Si la marcha de la guerra se vuelve contra tu dragón, la Compañía Dorada sin duda huirá al otro lado del Mar Angosto, como ha hecho antes. Como el propio Lord Connington hizo después de que Robert le derrotara en la Batalla de las Campanas. Dorne no será un refugio. ¿Por qué debemos prestar nuestras espadas y lanzas a vuestra… incierta causa?
—El príncipe Aegon es de tu propia sangre, princesa. Hijo de Rhaegar y Elia de Dorne, la hermana de tu padre.
—Daenerys Targaryen es también de nuestra sangre. Hija del rey Aerys, hermana de Rhaegar. Y ella tiene dragones. O eso cuentan las historias. Fuego y Sangre.
—¿Dónde está ella? En la otra punta del mundo, en la bahía de los Esclavos —dijo Lysono Maar—. Y sobre esos supuestos dragones, yo no les he visto. En el sitrang, es cierto, el dragón es más poderoso que el elefante. ¿En el campo de batalla? Dame elefantes que pueda ver, tocar y enviar contra mi enemigo, no dragones hechos de palabras y rumores.

La princesa se sumió en un pensativo silencio y esa noche mandó su cuarto cuervo a su padre.

Y finalmente, en un día gris y húmedo mientras la lluvia caía fina y mojada, Nido del Grifo emergió del mar de niebla. Lysono Maar alzó una mano, el eco de una trompeta resonó entre las peñas y las puertas del castillo se abrieron ante ellos. La empapada bandera que colgaba sobre el portón era blanca y roja. Eran los colores de la Casa Connington, pero los estandartes dorados de la compañía también estaban a la vista. Cabalgaron en una columna doble a través de la cresta conocida como Garganta del Grifo, con las aguas de la bahía de los Naufragios gruñendo a las rocas al otro lado. Dentro del propio castillo se habían reunido una docena de oficiales de la Compañía Dorada para recibir a la princesa dorniense. Uno por uno se arrodillaron ante ella y presionaron sus labios contra su mano, mientras Lysono Maar ofrecía instrucciones. La mayoría de los nombres se iban de su cabeza en cuanto los oía.

El jefe de la guarnición era un hombre mayor con una cara limpia y bien afeitada, que llevaba su largo pelo atado con un nudo. «Este no es un luchador», sintió Arianne. El lyseno confirmó su juicio cuando le introdujo a Haldon Mediomaestre.

Nido del Grifo

Nido del Grifo, ilustración por Juan Carlos Barquet

—Tenemos cuartos preparados para vos y los suyos, princesa —dijo Haldon cuando las introducciones finalmente se acabaron—. Confío en que os plazcan. Veo que buscaís reuniros con Lord Connington y él también desea intercambiar palabras con vos urgentemente. Si le place, en la mañana tomaremos un barco para llevarle ante él.
—¿Adónde?—preguntó Arianne.
—¿Nadie se lo ha dicho? —Haldon Mediomaestre le regaló una sonrisa, delgada y dura como una daga—. Bastión de Tormentas es nuestro. La Mano les espera allí.
—La bahía de los Naufragios —dijo Daemon Arena dando un paso ante ella— puede ser peligrosa incluso en un tranquilo día de verano. El camino más seguro a Bastión de Tormentas es por tierra.
—Las lluvias han convertido las rutas en barro. El viaje tomará dos días, quizás tres —dijo Haldon Mediomaestre—. Un barco llevará allí la princesa en medio día o menos. Hay un ejército descendiendo hacia Bastión de Tormentas desde Desembarco del Rey. Querréis estar a salvo dentro de los muros antes de la batalla.

«¿Lo querré?», se preguntó Arianne.

—¿La batalla o el asedio? —No planeaba quedarse atrapada dentro de Bastión de Tormentas.
—Oh, batalla —dijo Haldon firmemente—. El príncipe Aegon planea aplastar a sus enemigos en el campo de batalla —Arianne intercambió una mirada con Daemon Arena.
—¿Serían tan amables de mostrarnos nuestros cuartos? Me gustaría refrescarme y ponerme ropa seca.
—Por supuesto —dijo Haldon mientras después de inclinarse ante Arianne.

Sus compañeros habían sido alojados en la torre este, donde las ventanas ojivales mostraban la bahía de los Naufragios.

—Tu hermano no está en Bastión de Tormentas, eso lo sabemos —dijo ser Daemon tan pronto como estuvieron bajo puertas cerradas—. Si Daenerys Targaryen tiene dragones, están a medio mundo de aquí y no son útiles para Dorne. No hay nada para nosotros en Bastión de Tormentas, princesa. Si Doran quisiera mandarte a mitad de la batalla, te habría dado trescientos caballeros, no tres.

«No estaría tan segura de eso, ser —pensó Arianne—. Mandó a mi hermano a la bahía de los Esclavos con cinco caballeros y un maestre. Debo hablar con Connington». Arianne se quitó el cierre con el sol y la lanza que tenía en el cuello y dejó que el vestido mojado por la lluvia cayera de sus hombros al suelo. «Y quiero ver a este príncipe dragón. Si es realmente hijo de Elia… quien quiera que sea, si Connington desafía a Mace Tyrell en una batalla a campo abierto, pronto será un cautivo o un cadáver».

—No, Tyrell no es un hombre al que temer. Mi tío…
—Está muerto, princesa. Y 10.000 hombres igualan a la fuerza de la Compañía Dorada.
—Lord Connington conoce su propia fuerza, seguro. Si planea arriesgarse a una batalla es porque debe creer que la puede ganar.
—¿Cuántos hombres murieron en batallas que creyeron que podían ganar? —Le preguntó ser Daemon—. Recházales, princesa. Desconfío de estos mercenarios. No vayas a Bastión de Tormentas.
—¿Qué te hace pensar que me permitirán esa opción? —Tenía la incómoda sensación de que Haldon Mediomaestre y Lysono Maar iban a subirla a ese barco la mañana siguiente quisiera o no. Mejor no probarles—. Ser Daemon, tú fuiste escudero de mi tío Oberyn —le dijo— y si estuvieras con él ahora, ¿le estarías aconsejando también a él que lo rechazara? —No esperó a su respuesta—. Sé la respuesta… y sé que me vas a recordar que no soy la Víbora Roja, eso también lo sé. El príncipe Oberyn está muerto. El príncipe Doran está enfermo y anciano. Y yo soy la heredera de Dorne.
—Y es por eso por lo que no debes ponerte en riesgo —dijo Daemon. Entonces el caballero hincó una rodilla—. Mándame a mí a Bastión de Tormentas en tu lugar. Así si el plan del grifo sale mal y Mace Tyrell vuelve a tomar el castillo, seré otro caballero sin tierras que juró su espada con pretensiones de ganancias y gloria.
—Mientras que si yo soy capturada, el Trono de Hierro lo tomará como prueba de que Dorne conspiraba con esos mercenarios y prestó una mano a los invasores. Es bravo que quieras protegerme, ser. Te lo agradezco —Arianne tomó sus manos y le hizo alzarse de nuevo—, pero mi padre me encomendó esta misión a mí, no a ti. Mañana, navegaré para ver al dragón en su guarida.

Traducido por Gigamesh

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